Sociología: Orígenes y actualidad del «pensamiento único»
En los años ‘30 comienzan a madurar tres líneas de pensamiento económico que desde una interpretación diferente de la crisis propondrán también soluciones distintas para asegurar la supervivencia del sistema o para transformarlo en menor o mayor medida.
Keynes es el más influyente, y además el primero, que critica los fundamentos de la economía neoclásica y propone construir los cimientos de un nuevo edificio teórico que no se basa en los supuestos de que los individuos poseen una libertad natural en el ejercicio de sus actividades económicas. De allí la importancia del papel del Estado, a través de políticas activas, vía incremento de la demanda, para volver a restablecer los equilibrios perdidos en épocas de crisis y, especialmente, el pleno empleo y retomar la senda de crecimiento. Las ideas keynesianas fundamentan el Estado de bienestar que predomina después de la guerra en la mayoría de los países industrializados.
Una segunda alternativa frente a la crisis y al capitalismo liberal plantea el economista Karl Polanyi, quien dice que el intercambio se distingue del mercado y se opone a él. Si el mercado es una creación artificial, y no como señalan los neoclásicos una condición natural de la vida económica, puede existir una solución socialista para superar las contradicciones del capitalismo. Polanyi tiene una concepción antropológica que lo conduce a proponer otros modos de regulación diferentes a los del mercado: incorporar al cambio social una cuestión moral para que no se convierta en un simple autoritarismo.
La tercera alternativa es la planteada por el filosofo Friedrich Von Hayek, quien expresa que el socialismo y la libertad son incompatibles y que el papel del estado en un sistema capitalista debe permanecer limitado. Es la tesis ultraliberal , basada en la descentralización y la desregulación total de la actividad económica, que entiende incluso que la libertad individual no depende de la democracia política y que ser libre es, por el contrario, no estar sujeto a la injerencia del estado. Estas ideas neoliberales, como se las comenzó a denominar, terminarían finalmente de imponerse en todo el mundo hacia mediados de la década de 1970, y las razones históricas de ello resultan muy conocidas.
En primer lugar, la crisis económica que se produjo en las economías más desarrolladas en los años ’70, lo que constituyó el punto de inflexión de uno de los llamados “ciclos largos” característicos de la historia del capitalismo. El sistema entró en una nueva etapa recesiva, con caída de la rentabilidad en los sectores productivos, acumulación de capitales líquidos, inflación generalizada y desaceleración de las tasas de crecimiento.
En segundo lugar, la crisis del dólar junto con la del petróleo, significó en los países desarrollados el fin del “boom” de la posguerra.
En tercer lugar, los cambios en la producción, la transnacionalización de las economías y el peso creciente de las empresas multinacionales, la reafirmación del libre comercio con la creación de la OMC, y sobre todo la desintegración del bloque soviético, que puso fin a la Guerra Fría, fueron los otros ingredientes de una notable transformación de la economía mundial, que iba a la par con el cambio en los paradigmas teóricos y en los esquemas ideológicos.
El cambio en las ideas acompaña en realidad una nueva revolución tecnológica que le sirve de sustentación: la revolución informática y de las comunicaciones.
La revolución en las comunicaciones constituye, a su vez, el segundo elemento clave para explicar el cambio en la economía y en las ideas económicas. Su principal característica, la instantaneidad de la información, incorpora el “tiempo real” que hace posible la intensificación expresiva de los flujos económicos y financieros en todo el globo.
El nuevo punto de vista, que aparece apoyado por una constelación de actores nacionales e internacionales, fue conocido como el «Consenso de Washington». Los diez puntos expresados a través de este «consenso de ideas» que debería presidir, a partir de allí, las políticas económicas de la economía global, tienen como eje el control del gasto público y la disciplina fiscal, la liberalización del comercio y del sistema financiero, el fomento de la inversión extranjera, la privatización de la empresas públicas, y la desregulación y reforma del estado.
Organismos económicos internacionales o fundaciones de grandes empresas, que financian universidades y cátedras de economía y administración, ayudan a conformar el nuevo credo. Va diseñándose lo que algunos terminarán por denominar «el pensamiento único».
El politólogo francés, Ignacio Ramonet, definirá las cuatro características principales de este pensamiento: es planetario, permanente, inmediato e inmaterial. Planetario, porque abarca todo el globo. Permanente, porque se supone inmutable, sin posibilidades de ser cuestionado o cambiado. Inmediato, porque responde a las condiciones de instantaneidad del «tiempo real». Inmaterial, porque se refiere a una economía y a una sociedad virtual, la del mundo informático.
El modelo central del nuevo pensamiento son los mercados financieros. El núcleo duro del “pensamiento único” es la mercantilización acelerada de palabras y de cosas, de cuerpos y de espíritus.
El nuevo discurso dominante se desentiende de sus consecuencias. El desempleo, la desigualdad de ingresos, la pobreza y aún las diferencias en la educación y el nivel de conocimientos no constituyen una carga social ni deben ser atemperados por políticas del estado sino en última instancia.
Es el propio sistema, generando una supuesta igualdad de oportunidades a través del crecimiento acelerado de las economías, el que brindará la solución a largo plazo mientras que, en lo inmediato, recae en la sociedad civil, a través de la acción privada y de instituciones no gubernamentales de distinto tipo, la responsabilidad de hacerse cargo de los excluidos del sistema.
La libertad absoluta de los mercados supone, en particular, el derecho de los capitales y de las empresa transnacionales a moverse por el mundo sin ningún tipo de controles mientras que, por el contrario, los gobiernos de los países en desarrollo deben sujetarse al control de los organismos internacionales para asegurar esa libertad de mercados.
Como señala el inglés William Hutton, la idea de que «no podemos escoger, que estamos predestinados a ser como somos» y que la «única eficiencia posible a nuestro alcance es la que nos brinda la asignación de recursos del mercado», constituye la doctrina «más insidiosa» de nuestra época. Porque democracia y mercado no son términos intercambiables y, si la vigencia de la primera debe subordinarse a la persistencia del segundo, la sociedad civil deja de tener sentido y se corre el riesgo de que otras aventuras totalitarias se levanten, como en los años ’30, por sobre sus cenizas. Antes de que ello ocurra es necesario encontrar, lo más pronto posible, las alternativas sacrificadas en los altares del «pensamiento único».